
Buenaventura
Una de las cascadas que se desliza por las rocas prehistóricas
El Parque se llama Uramba porque ese es un término africano que traduce unión. Alusión más que justa cuando fue a través de una solicitud elevada por las comunidades negras de Juanchaco y Ladrilleros, y de los diminutos centros poblados de La Barra, La Sierpe, Mangaña, Miramar y La Plata, y de la boca de Bahía Málaga, que la zona acabó siendo declarada por el Gobierno Nacional como área marina protegida, garantizando así desde el 2010 la conservación de sus 47 mil hectáreas. El mar que hay alrededor de 150 islas e islotes. Sin la unión del pueblo negro, los industriales de corbata habrían seguido presionando para construir el puerto de aguas profundas que se soñaban allí, lleno de buques inmensos cargados de mercancía. Uramba-Bahía Málaga: hay nombres muy profundos surcando el océano.
Además de las construcciones levantadas en Juanchaco y Ladrilleros, donde la disposición hotelera ya ofrece casi todos los tipos de acomodación y hospedaje, además de las casas de la gente, y de la base de vigilancia de la Armada Nacional, la mayor parte del territorio que da vuelta al parque, es decir la mayoría de sus islas y cayos, de sus acantilados zapotes y de riscos con palmas brotando de la piedra, son lugares aun vírgenes. Y en el medio o cerca, varios ya muy conocidos y visitados: ahí están las playas de Chucheros, donde se puede nadar o simplemente ir a tumbarse al sol sin riesgo de encontrarse con vendedores de ‘lagafa-lagafa’. Está el arrecife de Negritos. Las piscinas de agua dulce del Arrastradero. Los pájaros que anidan en La Despensa: tucanes, mostaceros, piqueros pati-azules, fragatas despegando raudas a robar el botín que los pelícanos se embuchan; mariposas morpho de alas azules, invisibles en otros lados por el peligro de extinción que las acosa. Monos, tigrillos, guaguas, ardillas.
Adentro hay cascadas sublimes que se deslizan sobre rocas prehistóricas imposibles de presumir detrás de los esteros. En la arquitectura cuadriculada de una ciudad, rocas tan altas y anchas como edificios de cuatro pisos, de cinco. Un día entre semana, lo único que tal vez recuerde ahí a la ciudad, sea el lazo que alguien dejó atado al tronco de un árbol como punto de apoyo para trepar hasta cierta altura de la roca, de donde resulte imprudentemente feliz lanzarse al charco. Tal vez la más célebre y fotografiada de todas sea la cascada de La Sierpe. Cascadas que desembocan en el mar. Imagínese: universo tan puro, que cada año las ballenas jorobadas recorren 8.500 kilómetros desde el Ártico para pasar una temporada allí. Suele ser entre julio y noviembre. Vienen a aparearse y a tener sus crías.
Más o menos al final de esa época y al frente de Negritos, es decir al sureste de Juanchaco, las corrientes y las condiciones de la marea suelen ponerse a favor de los buzos. Mauricio Ávila, fundador e instructor de la escuela de buceo Tucuxi, que ha hecho inmersiones ahí, cuenta que las profundidades del acantilado son un bajo de piedras con pargos, bravos, meros, langostas, peces de limpieza como los mariposa, peces bandera, chanchos, ángeles. Mauricio, que tiene 40 años y lleva media vida siendo buzo, nació en Tuluá. Su papá tenía una finca y a veces en vacaciones juntaba a toda la familia y armaban viaje para el Pacífico vallecaucano con racimos de plátanos y canastados de pollos que le cambiaban a la gente del mar por pescado fresco. Así una vez pasaron semanas de dicha en la isla de Mulatos, la tierra de Los Estupiñán. Frente al mar, Mauricio recuerda como si estuviera viendo aquellos días en una pantalla de cine sin marcos.
Cada que podían zarpaban de aventura con destinos inciertos pero regularmente finales sonrientes: senderos para caminar escuchando la música de la selva, piscinas y pozos embebidos de agua-lluvia donde la dicha sigue siendo sumergirse dos o tres metros con una linterna a sacar camarón muchillá para la comida. Comida sin microondas. Sin televisor. Sin celular. Sin noticias. Sin ropa. Sin horarios. Sin afanes. Solo con un chorrito de limón. La paz.
A los 66 años y un bote de nombre Camila-García en honor a la nieta pequeña, don Timoteo García Riascos, don Timo para los amigos, y el mejor pescador de La Sierpe para propios y extraños después de haber vencido a un guacapá de 200 libras, dice que por ahí todo se ve aún más lindo por la tranquilidad con que viven sus paisanos: “Después de que no le caiga agua, usté aquí puede amanecer tirado y ahí amanece con lo que tiene. Nosotros vivimos del sudor, no de esos problemas de andar con bandidos… Ahí está la Base Naval que da testimonio de que somos gente buena. Las mujeres piangüean todos los días, y las que no, pescan… Aquí todos nosotros nos morimos de enfermedad…” En el cayo de La Sierpe, elevado sobre un chichón de roca de donde inexplicablemente brota vegetación tupida, viven unas 25 familias. La calle es un andén amplio. No hay un solo aviso ofertando ventas. Un colegio. Una cabaña de madera pintada de azul y habilitada para acomodar a 30 personas. Si llegan huéspedes, dice don Timo, se les consigue pescado fresco.